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La llave de los perdidos que saben donde están

  • Foto del escritor: Diego Fernández Allende
    Diego Fernández Allende
  • 27 nov 2018
  • 13 Min. de lectura

Actualizado: 27 nov 2018


Ramón Casariego vive solo en una pequeña chacra del interior bonaerense. Tiene unos setenta años, es viudo desde hace mucho tiempo y su rutina diaria consta simplemente de sobrevivir, con la extraordinaria excepción de los días en que está de visita Juan Ignacio Ramos, su único nieto. Un niño de doce años, hijo a su vez de la única hija de Ramón, Mirta.

Tiqui, como le dicen a Juan Ignacio, es un niño que ama el campo y a su abuelo. Para él, Ramón es una especie de genio capaz de hacer que se sienta tranquilo y seguro en la inmensidad recóndita e indomable de las pampas.

Ambos van al galpón de las herramientas, es sábado y Ramón tiene la idea de llevar a pescar a Tiqui. Arman las líneas de fondo y de flote, ponen algunas plomadas extra, limpian las cañas que tienen polvillo de no usarse, cargan tanza y eligen los dos mejores riles luego de probar exhaustivamente su funcionamiento. Finalmente se acercan a una pequeña batea de cemento que está justo al lado del tanque contra el molino y con un mediomundo sacan la carnada que el mismo Ramón cría para estas ocasiones.

Tienen todo listo para salir. Pan y chorizo seco en una de las cajas, donde llevan además un poco de vino tinto para el abuelo y un jugo para el nieto. Mandarinas que sacaron de las plantas bien maduras para comer de postre y por su puesto - un paquete de yerba para el mate – y con una pava ya negra de calentarse sobre las llamas que encienden siempre al lado de la laguna.

Ensillan dos caballos. Para Tiqui la yegua tobiana cuya mansedumbre inquieta un poco a Ramón, pero que para su nieto no muy “baqueano” le cae muy bien. Para el abuelo el moro, un caballo joven que todavía está amansando y que apoda “el bellaco” por su carácter.

-Tenemos dos leguas hasta la laguna “del dientudo”– dice Ramón casi gritando mientras empuja con el pecho del morito la tranquera.

-¿Cuánto son dos leguas abuelo?-

-¿Cómo cuánto son? Dos leguas son dos leguas. ¿Qué te enseñan en la escuela a vos?- pregunta mientras le sonríe.

-No me enseñan las leguas, me enseñan en kilómetros. Papá me explicó que una milla es más o menos un kilómetro y medio, pero legua no lo escuché nunca. -

-¿Milla? Me tiraste a la miércoles che. Acá el Milla es un viejo que vive en la zona del cañadón, allá en el bajo.- le dice mientras frunce el ceño con tono desenfadado. - Una legua son más o menos cinco kilómetros.- continúa. –Si vamos al trotecito y por partes galopamos, en poco más de media hora estamos. Ahora si vamos al tranco, calculá cincuenta minutos o una horita más o menos.-

-Entonces abuelo, la laguna está como a diez kilómetros. ¿A qué velocidad vamos al trote o al galope? -

-No sé che, no tengo velocímetro en el moro, pero en el “Hanomag”, el tratorcito, tardo lo mismo y me marca 30 km por hora. Pero andá a saber si anda bien éso.-

La charla continúa hasta que llegan a la laguna. Juan Ignacio puso el cronómetro en su celular para medir el tiempo. -38 minutos abuelo, tardamos.-

-Ah viste, qué te dije…- Una vez en el lugar buscan reparo, para que el viento no les vuele las cosas y además para que los “pingos” tengan un poco de sombra y buen pasto que comer.

Arman línea de fondo los dos, Tiqui imitando como un calco lo que hace el abuelo. Encarnan y tiran. Ramón coloca un haragán y pone la caña ahí. Juan Ignacio se queda sentado en un tronco que sacaron del mismo monte y usa el recado de lana de oveja para que le sea más cómodo. De fondo como una orquesta tocando una sonata infinita suenan calandrias, horneros y palomas. El relinchar intermitente de los caballos se mezcla con el tímido sonido del agua que avanza sobre el pasto de las orillas y vuelve a su lugar. Los pies de Ramón que aplastan hojas secas y ramas de eucaliptos para encender el fuego que les dará unos ricos mates amargos.

Esos mates serán el detalle para redondear una postal perfecta. Momentos que sólo rememorados son la confirmación de existencia de la felicidad. Siempre son los recuerdos, porque el presente por lo general es opacado por algún detalle, (un pequeño dolor de panza o muela, un olor que no nos gusta, etc.) que por lo general no permite advertir que se está viviendo un momento feliz. Pero en los recuerdos el detalle no está y el recuerdo es perfecto.

La línea se hunde. El haragán de Ramón se mueve con tanta fuerza que parece salirse de su lugar, a pesar de estar enterrado casi treinta centímetros. Tiqui lo llama presuroso. –Picó, picó, ¡abuelo!- repite una y otra vez. Ramón toma la caña y comienza tenazmente a girar el reel, acompañando con un movimiento ascendente y descendente.

-Con los sacudones que le doy se engancha bien el anzuelo y no lo larga. Dientudo éste no es, lo agarré con fondo, seguramente es un bagre. Pesadito te digo eh, debe estar hecho milanesa en barro el desgraciado. Lo sacamos para verlo y lo volvemos a meter. Si llega a salir pejerrey, lo cocinamos y comemos los dos con éste solo me parece.- Habla solo mientras sigue trayendo tanza. Piensa en voz alta como reflexionando ante las posibilidades inmediatas. - Es un bagre, pero de como tres kilos o más, mirá cómo se dobla la caña.-

-Te la va a quebrar abuelo.- el niño está impresionado por lo que ve, es como una película para él. No pestañea, tiene la boca abierta mirando la caña y los espasmódicos movimientos de su abuelo forcejeando con el animal. El abuelo se detiene por un momento, le dice que está cansado, que en los años que tiene no le pasó nunca algo así. La situación para el niño es crítica, para el hombre es misteriosa. Los centímetros que quedan de tanza bajo el agua separan el misterio de la verdad. Separan lo azaroso y la especulación de la certidumbre.

Tres vueltas en el reel, veinte centímetros de tanza y la oscuridad de la ignorancia se convertirá en parsimoniosa realidad. Hay personas que se sienten cómodas en el misterio, en la oscuridad y la ignorancia, sujetos a los que no les importa lo que haya debajo del agua, porque la especulación les sienta bien. Eligen fantasear y poder armar relatos grandilocuentes de su propia percepción intuitiva, a pesar de que su intuición sea el oscurantismo del pensamiento.

Sin embargo, Ramón y Tiqui son de los otros. Son de los sujetos que quieren ver la realidad sea como sea, aunque la misma muchas veces no cuadre con las especulaciones elucubradas por sus mentes. Son prácticos porque, después de todo, el universo perverso hace creer que conocemos lo que vemos, cuando en realidad, incluso al observar lo conocido se está mirando el misterio a los ojos. Observamos en espejo nuestros propios ojos y nuestra infinita ignorancia. El mundo no lo vemos con nuestros ojos, el mundo no es otra cosa que nuestros ojos.

-Dale abuelo dale, ya lo tenés ahí nomás. Poquito más y lo sacás. tengo el celu listo, le voy a sacar una foto en el aire – Entusiasta como todo niño.

-Ahí va che, pará, pará… que no es tan fácil- sonríe.

Un último sacudón hacia arriba y sale el primero de tres anzuelos que encastraba la línea. Sorpresa para ambos al ver que en la misma no había nada. Absolutamente nada.

-En el de abajo está, mirá como coletea Tiqui, ¿lo ves? Este es grande eh. No sé si estás listo para ver semejante ejemplar- dice a las carcajadas Ramón anunciando un final no muy esperado para el pequeño.

El niño hace una mueca como sin entender a qué se debe la risa tan estruendosa de su abuelo. No se imagina que cayó en su juego. Al levantar definitivamente los anzuelos se ve coletear a un pequeño dientudo de no más de diez centímetros de largo. En ese momento Tiqui se da cuenta que la fuerza y la charla no fue más que una actuación de su abuelo para tenderle una broma.

Con el pequeño pez en el aire el abuelo le grita al ver que Tiqui guarda su celular entre risas y decepción. –Foto sacale, dale che.- ríe con fuerza y contagia la risa al pequeño que recompone el gesto, levanta sus manos y toca la pantalla de su teléfono una y otra vez para retratar la imagen.

Sin embargo, la risa de Ramón comienza a desaparecer y su mirada queda fija en un punto, el último de los anzuelos. El de más abajo. En él hay una pequeña botella cerrada que cuelga de la línea y posiblemente su peso fue lo que propició hacer la broma a su nieto. La trae para su lado. Al tomarla con la mano se da cuenta que está cerrada con un corcho y que era imposible que estuviese en el fondo de la laguna. – Tendría que flotar che.- piensa en voz alta.

-¿Qué pasó abuelo? Es una botella vieja, ¿Qué tiene adentro? -

-No sé. Creo que es una carta, pero no puede ser. ¿Quién va a tirar un mensaje en esta laguna? Eso puede ser en un río o en el mar, pero en ¿agua estancada? Seguramente algún nene jugando la tiró y de alguna manera se fue al fondo. Seguro no la cerró bien, entró un poco de agua y pa’ abajo. Con el anzuelo se enganchó y la saqué. -

-¿Podemos ver qué dice? -Tiqui tiene los ojos llorosos de la emoción. Dos aventuras en un día. No tiene respiro su entusiasmo.

- Si… ni hablar paisano, vamos a ver qué dice.- Al abrirlo se da cuenta que no tenía aire, lo que hacía más raro todo. Mientras sacaba el papel amarillo seguía pensando en cómo era posible que estuviese en el fondo de la laguna. Con su cuchillo rompe el corcho que por los años se desmigaba, lo que hacía imposible sacarlo entero.

Inclina la botella con el pico para abajo en un lugar seco para que no se mojara el papel al salir. Le pega con la palma de la mano en reiteradas ocasiones. El papel está medio pegado, lo que demuestra los años que lleva dentro de esta.

Cae al piso entre las hojas secas y las ramas. Ramón lo levanta, lo abre y comienza a leerlo y voz alta.

- No puedo bajarme. Si salgo no respiro. Del otro lado, este lado no tiene sentido.-

Ramón mira desconcertado a su nieto como si él pudiera darle una explicación a eso tan extraño que estaba leyendo. El niño percibía que algo era anormal en el comportamiento del abuelo. Por primera vez en muchos años observa que realmente algo anda mal.

-Abuelo mirá, hay una llave ahí en la botella.-

-Qué llave rara.-

La llave es completamente lisa de ambos lados con la cabeza triangular y en el extremo más fino termina en tres puntas pequeñas.

–Tiene un número Tiqui, mirá. 2280. Debe ser la dirección. Qué rara esta llave che, nunca vi algo así. Ha de ser de algún candado medio especial que compraron afuera. Este campo es de un forastero, medio raro. Nunca habla con nadie.-

-Bueno abuelo vos tampoco hablas con nadie- retruca el pequeño.

-Pero qué paisano bravo pa’ el retruque habías sido che. Sangre gaucha tenés vos… Es verdad que no hablo mucho sí, pero este hombre no sé ni qué come, porque no va ni al almacén. Por ahí pasan meses que no está y de repente aparece de nuevo, no lo ves ni pasar en el coche, nada. Cuando está en el campo te das cuenta porque anda recorriendo por la orilla del alambre. Siempre los tiene impecables. Capaz que está enfermo, la verdad no sé. -

-Siempre deja la tranquera abierta para que la gente venga a pescar. Eso es lo único que no cambia. -

-Abuelo ¿qué hacemos? ¿Vamos a llevarle la llave a la casa?- Pregunta Tiqui mientras señala tímidamente la casona que se ve en el monte.

-No está me parece. Hace rato no lo veo. Pero si querés se la llevamos igual. De paso vemos si nos cuenta qué es lo de la carta. Seguro algún pibe ha estado jugando y tiró esto al agua. La llave por ahí le sirve o la necesita.- reflexiona mientras habla. – Andá a buscar los caballos que yo guardo acá las cosas.- le dice al niño con tono de consejo más que de orden.

-¡ABUELO!- grita el pequeño con miedo- ¡ABUELO! LOS CABALLOS NO ESTÁN. -

A Ramón le corre un escozor por toda la espalda, al levantar la cabeza y darse cuenta qué los que no están en el mismo lugar son ellos. Por algún motivo aparecieron del otro lado de la laguna. Los caballos que estaban a sus espaldas ahora están de frente y con el agua de por medio.

No hay explicación para esto y mucho menos cuando se da cuenta que las cajas de pesca, las carnadas y las cañas tampoco están allí. Todo puede verse desde su ubicación, tal como si ellos fuesen observadores de la postal que los tenía como protagonistas hace apenas un instante atrás, cuando abrieron esa misteriosa botella.

-Tranquilo che- dice el abuelo disimulando todo lo que siente y piensa. –Con el tema de sacar la botella y abrirla, no nos dimos cuenta que estábamos caminando. ¿Sabés las veces que me pasó? Cuando miras para arriba, quedas desubicado. Estábamos muy concentrados.- él mismo se convence de su mentira para calmar los nervios del niño y los propios.

-Vamos a buscar los caballos y le llevamos esto. De paso comemos algo que tengo hambre. -

Juntos tímidamente comienzan a rodear la laguna para volver a la posición que ambos saben, nunca dejaron.

En ocasiones las personas comunes con vidas ordinarias son rodeadas por el misterio sin ningún motivo o por alguno de carácter incognoscible; lo claro se vuelve oscuro, gris, lúgubre. El romance idílico de la conciencia humana en total equilibrio con la naturaleza se descoloca, funciona fuera de punto y lo armónico se acaba de forma súbita.

Cabalgan con miedo, sin mediar palabra. El abuelo guía con la mirada y mantiene a la par el caballo de su nieto con el propio, como si en su mente operara un miedo oculto que ante los últimos hechos dejó de ser una remota posibilidad para convertirse en una realidad concreta.

Al llegar a la casa Ramón golpea con fuerza las manos, casi como si el sonido contuviera en sus ondas un pedido de auxilio.

-Don Casariego, ¿cómo dice que le va? – el saludo viene detrás de ambos y los sorprende. Es un hombre con un gran sombrero, barba canosa y voz gruesa. – Me imaginé que iba a andar por estos lares.

- ¿Cómo le va Don…? no sabía que me conocía, porque yo, la verdad, no tengo el gusto.-

-¿Pero cómo que no, hombre? ¿No me va a decir que pa’ conocer a alguien… hace falta conversar o tener algún parentesco? No hombre. Conocer a alguien es muy fácil, basta con que se ponga en movimiento, verlo andar. Y acá usted sabe que somos pocos y con mucho tiempo, eso sí. -

-Ah, pero si es por apariencias, las apariencias engañan – sostiene Don Casariego. -

-Las apariencias hablan más de uno que cualquier cosa. Lo que uno es en gran medida no se elige, pero lo que queremos aparentar siempre lo elegimos y lo planeamos mil millones de veces. Me atrevo a decirle que en gran medida no hacemos otra cosa más que mejorar nuestra apariencia. Eso sí, la apariencia que nos interesa que los demás vean y eso habla de nosotros. Habla mucho de nosotros. La vida es una escuela de apariencias.

Reescribir lo que somos y aparentar lo que queremos ser, esa es la lucha interna que opera en nuestra vida. Ese es el pacto tácito que impone la sociedad. -

-Está muy bien y, de lo que dice, poco le entiendo. Nosotros queremos volver a casa nomás, pero vinimos a traerle esta nota y esta botella que sacamos del agua hace un rato. -

- Fíjese Don Casariego. Usted está en mi campo, y está pescando en una laguna que es mía… mía mientras yo esté vivo, podríamos decir. Está implícito en su comportamiento que no ve algo malo en meterse en mi propiedad y que incluso usted no pensó en la posibilidad de dejar esa botella en su lugar, porque el sólo hecho de que esa botella esté en mi laguna hace que ya esté en mi poder, ¿se entiende? No era necesario que venga hasta acá, sin embargo, acá está. Vengan…- Los invita a pasar a un pequeño galpón. Al abrir la puerta se ven infinidad de llaves colgadas por todas las paredes, incluso desde el techo.

-¿Usted es cerrajero?- Pregunta Tiqui.

-¿Conoces algún negocio mejor?- Le contesta. – la gente ama poner candados. ¿Sabías? -

El niño lo mira y no responde, el hombre sonríe y le extiende la mano para que le alcance la llave y el papel. La situación es confusa, sin embargo, la fisonomía de aquel hombre hace que se sientan seguros, como si la situación completamente fuera de lo común transcurriera con total normalidad.

-Es extraño pensar que lo que no es habitual, es decir que sale de nuestros hábitos pueda descolocarnos, sin embargo, las situaciones no son más que circunstancias azarosas que por un capricho universal y accidentado pueden hacernos creer que existe una normalidad o un orden. Así es que inventamos las rutinas, como una elegante forma de decirle al mundo que nos rodea que a la parafernalia maquinaria llamada vida le tememos de forma supina. Y que además el idílico romance con la libertad es sólo porque nos da pudor decir que no sabríamos qué hacer con ella, si nos fuese concedida totalmente.-

Es un hombre es muy extraño, y más extraño aún su accionar. Con la nota en una mano, abre un cajón delante del escritorio y saca una tijera. Recorta lentamente el papel que está perfectamente seco.

La lee en voz alta por última vez. - No puedo bajarme. Si salgo no respiro. Del otro lado, este lado no tiene sentido.

Recorta en tres el papel, primero la frase “no puedo bajarme”. Luego, “si salgo no respiro” y por último “del otro lado, este lado no tiene sentido”. Toma un adhesivo que tenía en el mismo cajón y pone un poco en cada uno de los tres papeles.

El hombre los invita a salir con tan sólo una mirada señalando la puerta, pero antes toma el segundo papel y lo pega suavemente en una pecera de vidrio con un pequeño pez adentro. Si salgo, no respiro.

Ya afuera caminan hacia un eucalipto que está a unos treinta metros de la casa. Ahí arriba hay un nido de horneros que apunta con la abertura al norte, lo que indica según Casariego que los vientos vendrán del sur. Así es que sube sigilosamente y casi como un susurro le dice a abuelo y nieto que dentro hay un pichón de hornero que no tiene más de dos o tres días. En la rama contigua pega el primer papel recortado. No puedo bajarme.

Junto a la casa hay otro pequeño galpón, en una de sus paredes se encuentra una canilla invertida y con los cuatro picos de manija rotos, lo que hace imposible abrirla. A su lado, pega el tercer y último papel. Del otro lado, este lado no tiene sentido.

Ramón confundido y un poco enojado por no entender la situación le pregunta -¿Dejó eso en la laguna para pegar esos papeles ahí? Discúlpeme, pero debe ser un hombre con mucho tiempo libre. –

-Pero por supuesto que no, lo único que hice fue darle un “sentido” a aquello que a priori no lo tenía, por eso ahora están mucho más tranquilos. La gente le teme a lo que no puede entender. Una vez que lo entiende pasa a ser indiferente, por eso a veces prefiero verlos un poco desprotegidos. La realidad es que estamos parados sobre la nada y eso no le gusta nadie, mi obsesión es recordarlo. -

- ¿Y la llave? - Interroga Tiqui.

- Voy a inventar una cerradura. Cualquier puerta hará al uso. –

- Usted resuelve tan rápido todo lo misterioso que me hace dar desconfianza. -

- No se equivoque Casariego, yo sólo incorporo. Sea sensato hombre. -

- ¿Sensato? -

- Sí claro, como hizo cuando se le perdieron los caballos en la laguna y usted inventó que era porque se habían ido caminando sin darse cuenta. Así de sensato.

-¿Y usted cómo sabe eso?-

- Vaya Don Casariego, que al monte le ganó la noche.-

Así, mientras lentamente cae el último rayo de luz, dos caballos levantan polvo de regreso a su hogar sabiendo, sin decirlo, que ese día no se lo olvidarán. Porque hay días en que las dimensiones de lo mágico y lo real se mezclan creando un híbrido que exige forzar la mente. Y existen quienes después de vivirlos quedan siempre del lado mágico y ya nunca vuelven a esta dimensión. La rutinaria dimensión de lo real.

FIN.

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